Opinión. Por
Washington Uranga
Los
lamentables acontecimientos ocurridos los últimos días en París, incluyendo los
terribles asesinatos en Charlie Hebdo, desataron una serie de controversias que
exigen reflexiones que ayuden a pensar sobre muchos otros temas vinculados y
que atraviesan la sociedad actual. Quien escribe lo hace como periodista y sin
la pretensión de sentar cátedra, proclamar certezas o exponer verdades. Lo que
sigue no es más que la enumeración parcial de algunas cuestiones que, a nuestro
juicio y también en medio del desconcierto, deberían entrar en la agenda del
debate para no parcializar la mirada y, de esta manera, equivocar el análisis y
las propuestas.
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Todos los
asesinatos son condenables. No hay ni siquiera lugar para la duda. Ningún ser
humano puede arrogarse el derecho, por motivo alguno, de quitarle la vida a un
semejante. El principio es aplicable a los asesinos de los periodistas de
Charlie Hebdo, a las violaciones cometidas por Boko Haram, a las
de-sapariciones de Ayotzinapa, a quienes hacen atentados contra los judíos o
matan población civil palestina indefensa, para señalar tan solo algunos
ejemplos contemporáneos. No deberíamos olvidar que en el mundo mueren
asesinadas miles de personas por “guerras quirúrgicas”. La pena de muerte
también es un asesinato, así sea legal.
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La vida
es el valor supremo a defender. La vida de todos los hombres tiene el mismo
valor y absolutamente a nadie, bajo ninguna circunstancia, le asiste el derecho
de terminar con la existencia de un semejante. Son miles y miles los que mueren
en el mundo por hambre, exclusión y enfermedades. Otros perecen en el intento
fallido de alcanzar el “paraíso” de un mundo desarrollado que les está vedado.
La muerte por estos motivos también es un asesinato. Y todo ello es resultado
de una sociedad injusta, del abuso del poder económico, de guerras que sólo
buscan proteger los intereses y la propiedad privada de unos pocos, colocados
siempre por encima del derecho a la vida digna de las mayorías.
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La doble
moral. Parece ser el parámetro comúnmente aceptado y validado por quienes
ejercen el poder en cada caso. Los mismos que matan u ordenan matar se pueden
llenar la boca con alegatos contra los asesinatos de otros. Hay guerras buenas
y guerras malas. Las armas nucleares son buenas y legítimas en manos de unos y
peligrosas e ilegítimas en manos de otros. Las acciones de “los unos” son
siempre buenas, justificables y legítimas. Las de “los otros” son siempre
malas, condenables y merecedoras del mayor castigo. Los atentados provocados
por “los otros” son acciones repudiables. Las muertes generadas por “los unos”
son siempre escarmientos y legítima defensa. “Los unos” son creíbles cuando
piden la paz. Cuando “los otros” hablan de la paz se trata de un subterfugio
para esconder sus criminales intenciones.
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La
complejidad. El análisis simplista y de manera aislada de los hechos no ayuda a
la comprensión. Nada puede entenderse si no es en su contexto y en su proceso.
Cada situación es el resultado de múltiples hechos, acciones y decisiones
convergentes. No existe una sola causa para explicar un hecho. Hay siempre
multiplicidad de causas y, al mismo tiempo, múltiples consecuencias. Las
explicaciones monocausales antes que “errores” suelen ser intentos de ocultar
parte de las causas y sus responsables. Tampoco alcanza con dar muchas
respuestas ante un único interrogante. Se trata de construir muchas preguntas
ante cada hecho. Cada pregunta generará, a su vez, muy diversas respuestas,
todas parciales y sin que ninguna pueda dar cuenta totalmente de la complejidad
del tema.
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La
sociedad global es multicultural y multiétnica. La sociedad global no es el
futuro, es hoy. Como consecuencia tardía de los atropellos coloniales, de los
movimientos migratorios, de la movilidad social, del desarrollo de las
comunicaciones y de tantas otras razones, la sociedad global en la que vivimos
es multicultural y multiétnica. La expansión y volatilidad de los capitales
financieros y el consumismo trastoca en tiempos muy rápidos distintos aspectos
de las identidades locales. Todo esto supone la existencia de diversidad de
valores, criterios, prácticas culturales y modos de relacionamiento que
atraviesan tanto la forma de construir y ejercer el poder como la vida
cotidiana. Quienes controlan el poder hegemónico en esta sociedad globalizada
se llenan la boca hablando de tolerancia, sin advertir (con o sin intención)
que éste es un concepto fuera de época. Porque asumir la diversidad es
reconocer el valor y la riqueza de todos los actores en juego, la importancia
de la alteridad y la aceptación de que el diferente me enriquece desde su
diferencia. Y porque quien “tolera” se cree él mismo superior, poseedor de la
única verdad, aunque magnánimo para aceptar que el otro no sea capaz de acceder
aun a su mismo grado de perfección.
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La
libertad de expresión no es absoluta. Es importante, es esencial a la libertad
misma y hay que defenderla permanentemente y de todas las formas posibles.
Ninguna acción violenta se justifica para acallar la voz de nadie. Al mismo
tiempo el ejercicio de la libertad de expresión tiene una contrapartida: supone
y exige responsabilidad en el ejercicio. Demanda no sólo respeto por los demás,
incluidos sus valores y creencias, sino también la sensibilidad imprescindible
para no herir, lastimar, dañar de manera innecesaria. La libertad de expresión
no es una prerrogativa exclusiva de los medios, porque la libertad de prensa es
una manifestación particular de una libertad propia de cada uno de los seres
humanos: la libertad de expresión.
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El
derecho a la comunicación. Es un derecho humano fundamental, formalmente
reconocido, pero reiterada y sistemáticamente violado en la sociedad global.
Son más los silenciados y los invisibilizados, que quienes pueden expresarse y
son reconocidos como actores. Nada (o muy poco) se hace desde el poder político
y económico para contribuir a la vigencia efectiva de este derecho. La
creciente concentración del poder mediático en todo el mundo está lejos de
contribuir a este propósito.
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La fe no
mata ni se mata por motivos religiosos. Toda expresión de fe es un canto a la
vida y es un compromiso con la vida humana como reflejo y manifestación del
propio Dios, según lo expresan la mayoría de las creencias. Los
fundamentalismos, aunque aludan y refieran a lo religioso, y así sean
alimentados por ministros religiosos, son ajenos a la fe y no pueden ser
considerados una consecuencia de ella. Fe y política son compatibles y forman
parte de la misma acción de la persona. La fe alimenta la práctica de la
justicia, de la solidaridad, de la fraternidad. La política es una forma de
concretarlo. Desde toda perspectiva religiosa la política es ante todo una
ética que se presume liberadora. Pero no se puede generar liberación sojuzgando
al otro, imponiéndole una perspectiva, avasallando su libertad. Esto es
fundamentalismo. Hay manifestaciones religiosas que hacen culto del
fundamentalismo contrariando el sentido liberador de la fe.
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Todos
somos responsables. Con distinto grado de responsabilidad, también en función
de las asimetrías de poder. No es comparable el grado de responsabilidad de los
dirigentes al de los ciudadanos de a pie. Pero nadie puede sentirse ajeno al
compromiso de contribuir en la búsqueda de una paz basada en la justicia y en
una perspectiva integral de derechos. No hay lugar para el “no te metás”,
porque esa actitud termina siendo cómplice de los atentados contra la vida.
También es parte del deber humano y ciudadano intentar comprender, analizar “al
otro”, como una forma de acercarse a ese “otro” que ante la estigmatización se
vuelve aún más misterioso y repulsivo, multiplicando la incomprensión. No hay
tampoco una sola forma de respuesta, ni una sola manera de comprometerse. Cada
uno, cada una, lo hace a partir de sus propias convicciones, certezas y
posibilidades. Pero nadie está afuera y exento. La paz es una construcción
colectiva y permanente.
Fuente:
http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-263951-2015-01-15.html